OTRAS YERBAS

Posted

Dos palomitas

Mostró la hilacha, deshilachada y guacha con su trampa inevitable y a la vista. Paradoja de la invisibilidad, que disparaba con su arma blanca (señales de ojitos demostrando)

Se apretó entre las piernas su puñado de parasiempres para olvidarlo todo silenciosamente durmiendo, partiendo su nombre en cuentos, para sopesar todas sus pasiones o para ser otra en un mundo raro, y en la desnudez ella sola.

Con el pecho tan grande que no cabía en un bote salvavidas, entonces, después del naufragio, su cuerpo se hundió entre el oleaje y el corazón nadó hasta la orilla.

Amanecido y mascando salmuera para que no se le pudran los besos, el corazoncito eran dos y decidieron suicidarse lanzándose al vacío de otros sueños mal dormidos.

Y otra vez insomnio

Y otra vez ellas, las putas, Luz y Ana, ofreciéndose sus cuerpos y disputándose desnudas, besándose confundidas, con manos obstinadas, pareciéndose a su sombra, riéndose a carcajadas de un espectador quieto y tímido envuelto en sabanas transpiradas, sin saber si temblaba por pichón o por enfermo.

Y otra vez la convulsiones ambivalentes del que estaba dormido y ahora va a la guerra.

Y otra vez esa luz de farol caminando entre la selva y una nube rapaz que se vuelve titilante y repetitiva hasta ponerse incandescente, buscando el suspiro de un corte tan paulatino como repentino.

Y, como en una difusa tregua, otra vez la nada en un balde de malta y cebada alcoholizada, luchando por salir a la superficie, resbalando en los bordes y volviendo a caer en recuerdos sordos, vuelto fríos, espejados, tristes.

El Mar de Rio

Y todo por haber cocinado ñoquis. Ese momento intrascendente pero poético entre los dedos, la masa, la harina, y el tenedor dejando su surco, donde la nada y todos los pensamientos se unen indiferentes. Los podría haber contado, pero no hicieron más que recordármela.

Habilidad de reducir a horas las sensaciones que florecen en años.

Dijo las verdades más hirientes con sonrisa de desparpajo. La mentira más horrible con la dulzura de una inocente. Y tostaba pan en la estufa, que luego se servia con manteca y azúcar, en un desayuno de café con leche.

Pecados de un torbellino que no para hasta calmar su capricho devastador.

Pero cuando brisa serena, belleza de mar turquesa con un bote amarrado a la última ola.

Claro que siempre, la diluida espuma, vuelve para ser mar profundo, con el ruido de una imagen difusa que se queda estática en la playa… Es ese mar, que en sociedad con la luna, sabe lo que yo nunca. Moderar el tiempo.

Con sus manos embadurnadas de arena y barro y sus parpados caídos pesando sombras de otros días, decidía a cada instante salvar o despilfarrar su muralla de coral.

En la olla, delante de mí, los borbotones olvidados arriba de una hornalla silbante.

Irreal como estar en la base y en la cima, andando y detenida, queriendo y olvidando. Y mas asombroso que pudiera estar ahí o allá al mismo tiempo, aunque el espejismo luego se desvaneciera. Miedo mío, que fuera ella, ese colibrí sediento que me visita siempre que abro la compuerta de la acequia.

Y de tanto amor y belleza desbordada, purificadora de vida, a su alrededor todas las plagas asesinas construyeron sus imperios de nidos y madrigueras como castillos con fosos de muerte, comiendo huevos de palomitas que quedaron a la deriva en el viento.

Ajo disputado por el calor hirviente de la sartén y los arroyos frescos del jugo de tomate que se arremolinaron sobre sus costados, patinando sobre el aceite de oliva. Sal y pimienta, tal vez como en todas las comidas.

La última imagen de su cara, que se vio velada, fue en la callecita de álamos que termina en el río, alusión desaparecida de la última inundación color chocolatada, instantes después de haber sido movimiento de letras para convertirse en los dedos sudorosos que las escribieron.

Todo misturado en la fuente, el sabor humeante y los colores apacibles para decorar la temperatura ideal.

Porque después de fecundar, el zángano muere. Y la reina vuela mas alto desenfundando con excitación la hermosura brillante de su aguijón ensangrentado.

En la mesa, una moneda debajo del plato, un farol que nunca fue encendido, el vaso de medio vino de ayer y la ventana.


"Ni en la luna de un charco"


Demasiada expectativa le jugó una mala pasada. Aquella noche se tomó todo el gusto de ella en una botella de aromas, esperándola, y antes de nada, se quedó dormido en un sueño de fantasías donde los malos no lo eran y esas lineas imaginarias ya habían desaparecido.
Un sueño donde se abrazaban todos los matices y desaparecían los dioses en una cena en la que comían todos el fruto del mismo árbol.
Simplemente se sentía un mundo con un corazón en vaivenes de una cálida paz.


Cuando despertó ya era el otro día, y Elena todavía no había llegado. No había rastros de su pasada ni sonidos en el recuerdo que la delataran. Entonces montó el elevador para después correr por las calles prefiriendo verse llorando ante un montón de gente a que descubierto de sus sentimientos ante la inminente llegada de ella.
Llegó ciego hasta la Av. 9 de Julio y Carlos Pellegrini donde paró en un súbito espasmo de terror. Al levantar la vista ante la estridencia poliforme, multicolor y disonante de la esquina mas intrincada de Buenos Aires, se hizo responsable absoluto de esa angustia fraudulenta, condenándose de por vida a su amor culposo, buscando por los puestos de diarios noticias suyas, encerrado entre los barrotes de aquel amor (que se fue pensando otros paisajes).


Después, al volver, como todas las tardes, hizo mate y se sentó a ver las nubes entre el vapor del agua y el humo de la salamandra.
En ese instante el torso de Elena pasó por su ventana justo el día después de muerta, dejando la estela brillante que pintan los cometas. Sombrero al pecho sosteniendo el pesar de su propia alma y una mirada cachorra, como revelando aquella olvidada intimidad compartida.
Y pensar que se conocían desde la punta del ovillo, pero se supo que ella buscaba novio solo para que le pelen las mandarinas en invierno.


Ella nunca fue de él, ni en el universo de la luna de un charco.


Rolando, mirando a través de los vidrios, no entendió bien si Elena estuvo cobrándose la sangre de otra persona o si, solo la suya, a borbotones de ira, le ubicaba los pies, y otras partes, en la apertura mórbida de sus fantasías incumplidas.
Parecía estar queriendo esquivar el destino y no hacía mas que moldearlo perfectamente como lo ratificaran después las divinas escrituras.
El escenario podría haber sido cualquiera, con otros o ningún testigo, pero aquello ya no importaba. Lo que si, la lejanía de aquellas voces cercanas, que resonaban como en pasillos de cementerio.


Al despertar realmente, la vio a Elena dormida junto a él, respirando con ruido el sabor húmedo de la noche. Con la frazada tapó el pedazo de espalda descubierto y sin despertarla salió al palenque, ensilló la yegua tobiana y fue al galope hasta la proveeduría del pueblo. Al llegar entró sin saludar y se tiró sobre el diario local.
En los avisos fúnebres Elena estaba muerta, por eso, Rolando debió conformarse con cerrar las canillas celosas que goteaban noche a noche el peculiar dolor del insomnio.


“El otoño que no hubiera”


No fue solo ordenar un montón de palabras en un papel tratando de encontrar lo que no se podía. Era una paliza legible a tanta verdad mortificante. La carta decía en lineas exactas todo lo que la incertidumbre le motivaba por lo de aquel día, mas lo que escupía con irremediable rabia de temblores traumáticos por lo que hubiera pasado.


Con certeza, todo había comenzado aquella tarde camaleónica de otoño en que la senil Doña Emilse la olvidó dando vueltas en la calesita del parque del Regimiento de Infantería. Lo peor de todo, para Eugenia, no fue el olvido sino que en una de aquellas vueltas consiguió capturar las sortija que le otorgaba el anhelado premio y no tenia a quien mostrársela. Este consistía en dar una vuelta gratis con la calesita girando hacia el otro lado, pero Eugenia, odiando al mundo, y sin aprovechar el regalo, se fue caminando para donde el mareo la condujo.


- Vieja hija de puta, vieja hija de puta. Vieja hija de puta. – Eugenia se fue pateado paredes, ofreciéndole dedicatorias, sin saber su significado, a Doña Emilse durante cinco largas cuadras.


La ciudad era todavía demasiado grande como para andar soltándose de la mano tutora, para cruzar las avenidas sola o para empezar a recorrer las calles en lugar que estas, desde la ventana, la recorrieran a ella.
Al llegar a la Av. 2 y calle 19 quedó impávida por lo que se le interpuso en el camino, abrió los ojos como la inmensidad y su gesto adusto se convirtió en un río de babas. Había quedado parada frente a la vidriera de la jugueteria mas grande de todo Mercedes: “Lo de Degrutola”.
Por un segundo creyó estar en el paraíso con sus ojitos inquietos que no podían abarcar todo lo que se podía ver con un solo repaso de mirada.


Años después frente a la hoja en blanco se le cayeron todas aquellas imágenes entintadas en dos acordes, y en un pedacito de olor, una horda de recuerdos malvados. Todo convergía en el enorme cartel titilante de ese universo de sueños, que fue lo ultimo que vio antes que una desconocida la subiera a su auto y empiece, aunque solo por unos segundos, lo peor de su vida.


“Mercedes, Buenos Aires 14 de mayo de 2009
Te escribo esta carta, donde quieras que estés, porque todavía no se lo que hubiera sido. Cada noche me revuelve el alma el pensar si me hubieras llevado contigo. No comprendería la vida si mi tío no hubiera pasado por donde me dejaste y por donde me recogió para devolverme a mis padres. Cómo hubiera pasado esa noche lejos de mi casa. De qué manera o cual, mi vida hubiera cambiado en ese segundo en el que intercambiamos dos palabras. Cómo sería ahora ese camino que terminaba donde se juntan las enramadas, y la acequia que se hace beso de lodo al esquivar la piedra que la convierte en laguna... “


Con los ojos llenos de pupilas Eugenia se bebió en un vaso de humo toda su carta manuscrita, igualmente fechada, pero del año pasado, preguntándose si el eco se escuchaba solo en el lugar de donde provenía ese sonido que luego se repetía o si también lo escuchaba el que estaba cerca de donde parecía que rebotaba.


Esa carta fue reemplazada por esta ultima y tratando de amasar el ultimo boyo de su ignorancia se encaminó hacia el correo.
La carta debía terminar y, tal vez, a algún lado llegar.


“PD: ...Cuál es el limite del agua entre el mar y el río. Cuál el sonido verdadero, el que va o el que vuelve, entre tantos recuerdos amnésicos.”


En el camino vio, en la plaza que está frente a los silos del viejo Molino Cores, donde la dejó su secuestradora 24 años antes, que las hamacas todavía se movían solas silbando una ausencia despiadada, como aquel día. Que la tarde caía, rosa, como aquella vez y que si volviera a sentarse en el tronco donde esperó llorando su rescate, otra vez volvería a pasar el tío Mendoza para abrazarla mientras ella mecía sus lagrimas.


En ese mismo lugar fue donde, 24 años después, se dejó caer de rodillas desconsolada arrugando una carta que no sabia a donde enviar. Lloró un rato, quizás lo mismo que esperó aquella vez y volvió a su casa caminando, cantando lo que antes.


Al llegar a casa, su padre estaba acomodado las leñas del hogar, le hizo una sonrisa al verla y luego salió unos minutos al mercado caminando entre la helada y el viento, a comprar berberechos para fermentar en un caldo arriba de las llamas.
Al volver, los troncos se habían desplomado, como de una torre molecular, perfectamente entubados, perfilando el oxigeno por el corredor de las brasas creando una llama mas viva y el agua rompió en hervor para enmarcar una secuencia soñada.


Su madre cortaba todas las verduras que acompañarían la sopa y cada vez que pasaba por la mesa del comedor controlaba la tarea de su pequeña hermana. Al verla a ella, parada en el pasillo de entrada con las manitos entrelazadas, la invitó a sentarse a la mesa prometiendo que en cinco minutos estaría lista la comida.


Eugenia viendo aquella escena se sentó y se prometió no volver a preguntarse nunca mas nada al respecto de aquello que no sabia realmente si quería saber. Ocultó su brazos bajo la mesa y el mantel acercando su cara cerca de la tabla fingiendo estar oliendo el recipiente de los condimentos, y sin hacer ruido, fue rompiendo de a poquito la carta.
Cuando se sintió segura, en el momento que sus padres, como aquella tarde Doña Emilse, le dieron la espalda, se reincorporó en un veloz movimiento dejando volar los pedacitos de papel sobre el fuego, para que luego se eleven por el hueco de la chimenea en forma de recuerdos hechos cenizas.

Solo un truco

En una mesa del bar de la esquina de la plaza del centro del pueblo, charlaban La Soledad y La Muerte. Una de blanco y otra de negro, como en cualquier cuento.
Esa noche andaban tomando demasiado, se escuchaban carcajadas y lamentos de todo tipo. Pedían licores de mieles extrañas y parecían estar festejando.
Para nosotros, los mercedinos, no es nada común que ellas se pongan de acuerdo y se tomen un tren todo destartalado, tal vez tener que estar pasando frío esperando el trasbordo en Moreno y hacer cien kilómetros porque sí. Este debería ser un encargo muy específico. O simplemente andarían conociendo nuevos lugares.
Mi pueblo nunca las había visto juntas. Tampoco había visto nieve ni delincuencia. Solo estaba acostumbrado a ver primavera y mujeres hermosas.
De
La Soledad algo se había escuchado de boca de un foráneo caído de Buenos Aires. Este pobre hombre había contado que cuando La Soledad te abraza las compañías son insoportables. Uno se sumerge en su manto blanco y se entrega a delicados agujazos que te van quitando la energía. Es como una lombriz solitaria que se nutre de nuestra vida. El hombre caminaba rodeado de miles de personas pero siempre estaba solo.
En mi pueblo los buenos amigos no faltan. Son los que están de brazos abiertos ante cualquier eventual ataque de
La Soledad.
L
a muerte, se sabe, va cuando la obligan, para cumplir nomás. Nadie se muere en mi pueblo que no se tenga que morir.
Solo una vez perdió los papeles en una distracción y se llevó uno que no se debía llevar, por error, como toda trabajadora agotada.
En un momento de la noche las dos se levantaron exaltadas con sus caras invisibles para saludar a un hombre que llevaba un megáfono bajo su brazo y venía vestido de blanco y negro. Se fundieron en un abrazo y pidieron más licor.
Más tarde llegó Carlitos con su escoba. Y se volvieron a abrazar. Pidieron cartas y se pusieron a jugar. Volvieron a pedir licor.
En un momento, luego de largas horas, todo se precipitó.
La Muerte pateó la mesa tirando todo sobre La Soledad. Carlitos y el hombre del megáfono reían cómplices. La Soledad y La Muerte sobrevolaron el bar y huyeron.
Quejidos diabólicos se escucharon durante horas. El pueblo parecía despertar en una confusión de bocinas de trenes y tormenta.
Carlitos tomó su escoba y con su paso cansino se puso a regresar. El del megáfono contó cuántas rifas le quedaban por vender en el momento que amagaba la madrugada.
Esa noche el Club Tribunales había estado cerrado por desinfección, y la partida debió jugarse a la vista de todos...

¿Dormido o despierto?

Pisos que se abren, nubes por las que uno podría caminar, aviones que se caen, mujeres que ya no están, formas y colores imposibles, todo lento o a gran velocidad, caras desconocidas en personas conocidas o al revés, saltos increíbles y hasta nos han querido matar.
Es tan delgada la línea entre la realidad y los sueños que solo un experto podría aseverar con firmeza los momentos de transición entre unos y otros.
¿Los sonidos que escuchamos en los sueños son de la realidad y por lo tanto representan estímulos de nuestra imaginación onírica o no son sonidos sino imágenes mudas que representan cosas que no escuchamos pero parece que sí?
Cuando el cerebro se despierta pero los ojos aun no se quieren abrir y empezamos a escuchar lo que pasa tras nuestra ventana no sabemos quién da las órdenes al cuerpo, porque en el sueño somos omnipotentes y en la realidad objetos inmóviles que solo atinan a respirar y mirar con ojos cerrados. Y creyendo saber que estamos despiertos no somos dueños de nuestras acciones.
Hoy cuando desperté (creo que estoy despierto), traté de recordar qué había soñado y me encontré con algo maravilloso. Había soñado algo que ya había soñado, pero no fue un sueño repetido sino el recuerdo de un sueño anterior. Entonces entro a dudar, y me pregunto si fue aquel un sueño o fue algo real que me estaba por olvidar…

Cuando era chico soñaba con una puerta secreta en el fondo de mi casa que comunicaba a un túnel subterráneo. Yo entraba con curiosidad, pero al transitarlo las imágenes eran de la superficie. Los umbrales de las casas eran los de mi barrio y los quería atravesar. Ese túnel subterráneo no comunicaba a ninguna parte sin embargo a algún sitio yo quería llegar.
Los sueños repetidos se hacen cada vez más reales. A veces, de tanto haber soñado algo se duda de que no haya sido en la realidad.
También se puede soñar despierto y en una reunión abstenerse de contar algo por tener la certeza que uno ya lo ha contado segundos antes.
Solo un mediocre citaría el libro “La vida es sueño” de Pedro Calderón de
la Barca para hablar del sueño, por eso yo lo voy a hacer.
Quién puede afirmar estar despierto después de tomar un brebaje y con toda la gente que uno puede ver que le está confirmando que está dormido. O despierto en este caso, como Segismundo, después de muchos años de haber estado soñando en la oscuridad.
¡Uy! Perdón…me tengo que bajar, me quedé soñando despierto y me pasé dos paradas del Subte…

No me acuerdo

Un aroma me trajo en bandeja un recuerdo que tenía olvidado. Estaba escondido en un recodo de algún camino de mi pensamiento y me puse a hacer memoria.
Toda una vida peleándome con mi hermano por disputarnos el premio de haber encontrado unas campanitas en el fondo de la casa al volver de unas vacaciones. Él está seguro de que fue él quien las encontró, yo no tengo dudas de que fui yo y las campanitas siguen colgando de una pared tan silenciosas como aquel recuerdo.
Lo frágil de la memoria está dado por la influencia de otras memorias invasoras y por las memorias de los demás confundidas por sus propias memorias
Lo que le entrega resistencia a la memoria puede ser probablemente el miedo a olvidarnos quiénes somos. La memoria es como el árbol del patio de mi casa, cuando lo plantamos entraba en una lata de batata y ahora le da sombra a toda la casa…sin embargo sigue siendo el mismo árbol.
Como esos árboles de la calle 30 que son traicioneros: en primavera atacan por detrás con un latigazo perfumado de añoranzas. Son tilos violentos con armas invisibles. El aroma es el mismo que el de hace tiempo, pero el recuerdo no tanto. Los colores se fueron opacando, las figuras se deshacen como en fotos viejas y los sonidos ya no se escuchan.
A la inversa pasa cuando el recuerdo entra por los oídos a modo de música o sonidos naturales. Allí sí se puede sentir olores y las imágenes son más nítidas y profundas. Los sonidos te devuelven a viajes, personas y lugares poco transitados. El canto del zorzal me da la mano y me hace volar hasta la niñez y las palomas a una calle vigilada por álamos que moría en el río de un potrero.
Ya no recuerdo a las personas como eran entonces sino como son ahora. Al intentar recrear un acontecimiento pongo a las personas a actuar, pero con los cuerpos que portan ahora. Cuando me acuerdo del quiosco de la madre de mi amigo en la estación del ferrocarril, me veo jugando a la pelota con él, pero con las imágenes con las que nos vemos ahora.

¿Que fue lo que me trajo y como llegó el recuerdo del lugar donde había olvidado la navaja en el parque municipal un día pero diez años antes? ¿Como logré certeramente saber el lugar exacto donde estaría olvidada y oxidada?

Una mujer me dijo una vez que se quería acordar de mí toda su vida y me pidió por favor que haga algo al respecto. Y sorprendiéndome de mi mismo hice algo insólito. En lugar de querer besarla para mentirme que soy un gran amante le conté la teoría del estimulo-respuesta de Pavlov. La teoría es la de los perros que salivan al escuchar unas campanitas luego de haberlas escuchado toda su vida antes de recibir la comida. Ese sonido era la puerta de entrada a los recuerdos alimenticios de esos animales. Creo que cuando ella se acuerde de algo por un estimulo cualquiera, además inexorablemente, se va a acordar de mi por que, cuando se sorprenda al recibir un recuerdo bien guardado pensará en esta teoría. Ahí yo, pasaría a ser el estimulo que le traiga el recuerdo de la teoría que le explica esto mismo.

“Ese no era yo” o “yo no estaba ese día” o “si vos no fuiste” son frases que hacen dudar hasta del nombre propio.
Entonces me pregunto si puedo confiar en mi memoria. Es que tenía una conclusión para este delirio pero ya no me la acuerdo.

Pequeño ensayo sobre las ideas

Anoche, antes de ir a dormir decidí apagar el teléfono, pues me despertaba habitualmente exaltado en algún momento imaginado que sonaba con alguna noticia extraña. Esta mañana luego de haber dormido casi doce horas sin cesar me vino la extraña idea que las ideas del día se me iban en ese despertar nocturno. Indagué en esas sombras como quien mira por una hendija pero no logré encontrar nada. Mi idea matinal fue clara, es la idea de las ideas…pero sin las otras ideas no es más que la misma nada. Vi en la libreta de la mesita de luz, donde anoto mis ideas para que no se vuelen, que había escrito miles de ideas fracasadas. Bocetos inconclusos de maquinarias inservibles. Además, todos sabemos que una idea no es una lamparita dibujada con unos cuantos rayos rebotando alborotados. No se puede palpar una idea. Solo esta ahí, en algún lugar tan efímero como eterno.
Entonces me vino otra idea que quedó estática a unos pocos centímetros del piso. Quedó levitando muy cerca de mí. Casi la podía abrazar, como había abrazado en el sueño de esa noche a todo mi pueblo levantado en ideas. Mi idea era el motor de las ideas de las demás. El pueblo festejaba el florecimiento de las ideas. Por doquier, floreros repletos de ideas. En los jardines, en los autos, en las oficinas, en los campos, en las calles, en los bares de las esquinas de las plazas. En los almacenes, las ideas estaban expuestas en cajones de manzanas y las señoras con sus bolsas de arpillera las cargaban y sus comidas salían más abundantes y sabrosas. En los mercados, las ideas estaban puestas en góndolas y la gente se las pasaba de mano en mano, gratis. En las escuelas, las maestras se divertían con las ideas de los alumnos. Y los alumnos entendían las ideas de los maestros. Una idea se cayó del lado de la mermelada, y sin embargo logró reincorporarse y volver a su posición. Los perros entendían que eran las ideas y corrían sillas para subirse y alcanzar platos deliciosos de humanos sobre mesas altas o abrían puertas de habitaciones dando vueltas de llave con sus hocicos para meterse en camas abrigadas repletas de frazadas. Hasta a
la Luna se le ocurrían ideas, y en días de eclipse, evitaba a La Tierra para no pasar tanto frío. Todo era una gran idea. Y lo más glorioso fue ver que las ideas se entendían entre sí y además se respetaban. Me levanté apresurado para que no se fuera esa gran idea, me lavé la cara y frente al espejo puede ver mis ojos rojizos y cansados. Ahí me acordé de que durante la noche el teléfono estaba prendido cuando desperté exaltado imaginando que recibía alguna noticia extraña.

Asociación libre acerca del destino

Transcurriendo la tercera semana de tomar café en la esquina de la plaza del centro, en cruz con la iglesia, de frente a la municipalidad y bajo un toldo celeste empiezo a entrecruzar hilos y el nudo forma una sola imagen: “el destino”
Ese destino que lleva al amigo de aquel muchacho a pasar por la otra esquina todos los días a la misma hora. El destino es una mezcla rara de acontecimientos injustificados y situaciones forzadas, ambos en primero o segundo lugar sin importar ningún hecho que de manera equitativa se reparta entre los dos. ¿Será el destino del amigo de aquel muchacho pasar todas las mañanas a la misma hora por ese mismo lugar? ¿O pensando sensatamente empuja la palanca del futuro y religiosamente todos los días quiere vestir el cuenco de sus ojos con imágenes parecidas de las que decido llenarme yo?
Y al dar vuelta el nudo hecho con hilos atados en el bar que está en una esquina de la plaza del centro, en cruz con la iglesia, de frente a la municipalidad y bajo un toldo celeste se ve claramente sobre su reverso otra imagen: “La casualidad”
Entonces corro a mi casa, cruzo la plaza cual adolescente haciéndose hombre frente a un grupo de guirnaldas perfumadas de primavera. Busco incasable el diccionario en el pasillo de los libros de mi madre. Con el dedo índice acaricio páginas del lado izquierdo buscando letras correlativas. En la indómita carrera de pensamientos acelerados, intempestivamente, el dedo frena en “Destino” y alcanzo a leer: “De cada amor que tuve tengo heridas…heridas que no cierran y sangran todavía” era una anotación que había en un señalador incrustado en la letra “D” de “Destino” y el pensamiento se me fue por mis amores y pensé en cada uno de ellos a tal punto que me costó recuperar la sensación de ubicación. Me costó recordar qué estaba haciendo en ese pasillo oscuro hasta que las diagonales que dibujaron mis extremidades me llevaron nuevamente a mi dedo índice que se encontraba apoyado sobre el mismísimo DESTINO: “Desarrollo de los acontecimientos que se considera irremediable y no se puede cambiar”
Ya no sé si el señalador con aquella frase fue el destino o simplemente una casualidad. Como la de haberme fijado que todos los días a la misma hora pasa el amigo de aquel muchacho siempre por el mismo lugar.

Noche azul

La luz mortecina de un farol fue la única testigo de aquella violación. El hombre se le tiró a la mujer encima, cual fiera atrapando su presa. Le tapó la boca con una mano, caminó con ella en su pecho unos pasos y con la otra mano hurgó en su vientre, presagiando lo que estaba por suceder. Ella no se pudo defender pues sus 16 años y su cuerpecito minúsculo no le daban pelea a 100 kilos de un desaforado animal. Forcejearon en una zanja húmeda, lugar donde la bestia despojó a la dama de toda honra y orgullo. Destrozó sus sueños en un par de segundos y en su humildad vio el castigo de Dios.
Despertó al otro día con moretones en sus muñecas, rodillas y tobillos, su boca y cuello con mordiscones y su sexo desnudo y ensangrentado.
...
La vida, que la castigó desde su nacimiento en una vivienda de chapa agujerada no se apiadaba. Estuvo embarazada de aquel maltrato y los dolores se le intensificaron cada vez que recordaba el rostro que le mostró la injusticia aquella noche.
No llegó a cumplir siete meses de gestación y dio a luz a su hijo en un hospital público de la provincia de Jujuy. Luego del parto, una enfermera le trajo el niño recién nacido y lo apoyó en su pecho.
Ella lo miró y recordó la cara de ese “hijo de puta”.
Cuando llegaron las enfermeras, los médicos y la policía, ella ya lo había matado.

Nube negra sobre el altiplano

Desde un bar de una esquina de una plaza de mi pueblo, vi a un hombre caminar mirando al piso. Su mirada era la continuidad de la curva de su espalda. El dibujo de un detector de mentiras se apoyaba con pequeñas venas en sus ojos marrones. La boca cerrada hablaba de unos pocos dientes que debían permanecer ocultos.

El hombre parecía expresar con la mirada: “Otro día más”.

Un hombre de mirada sosegada que pasó caminando por estas veredas sin silbar ni mirar a nadie, simplemente porque venía de una tierra donde no hay veredas, no hay a quién mirar ni tampoco se acostumbra silbar. Parecía extrañar esos lodazales nublados. Esas cosechas de choclo tan lentas como las mañanas. Las bolsas de papa al hombro y los burros cargando las garrafas de gas para calentar los tamales a la noche. Los mantos de las cholas abrazando el futuro del pasado.

Dejé un par de monedas para pagar el café que había tomado y lo seguí. Caminé detrás de él hasta que entró en un lugar oloroso de comidas argentinas.

Después de un par de gritos de un gordo grandote y feo, agachó la cabeza, se puso un delantal blanco y pasó para el fondo. Yo entré atrás fingiendo ser un cliente y pregunté precios absurdos.

Mientras el gordo feo vestido con una camiseta de Boca me los averiguaba yo seguía espiando disimuladamente al morocho que perseguía. Lo veía por una pequeña ventanita donde quedan pegadas las “comandas” en un marco lleno de grasa. El hombre no paraba de trabajar.

Estuve a punto de abandonar la misión cuando el gordo volvió a gritarle al morocho encorvado. Le dijo que era un inútil y que si seguía trabajando así lo iba a echar y lo iba a mandar de vuelta a su país. El dibujo del detector de mentiras apoyado con pequeñas venas en sus ojos marrones se mojó. Lágrimas de esperanza corrían por su recuerdo. Su familia esperaría por él en alguna casita de adobe arcano.

Qué absurdo pensé. Qué absurdo dejar el terruño y sus corazones para que tan solo sea maltratado. Que absurdo fue hacer tantos kilómetros por un sueño que no existe. Las laderas son el tatuaje de sus retinas, no los azulejos bañados de odio de una cocina apestosa.

Cuando el feo vino emocionado con el presupuesto armado, yo ya no estaba. Me quedé enfrente fumando y esperando la salida de mí amigo. Ya lo sentía amigo por su mirada buena.

Fumé y fumé. Y pensé que en algún momento de mi vida yo también había dejado mi tierra y había sido maltratado por un gordo feo con camiseta de Boca. La camiseta de Boca era un saco y una corbata y los valles abandonados eran mi río y mis árboles cambiados por edificios sombríos repletos de gente inescrupulosa. Los azulejos apestosos eran un monitor y un teclado. Entendí que el dinero no vale si uno no lo puede compartir con su gente. El trabajo no es ganar sino perder cuando uno está oprimido. El sueldo a fin de mes no gratifica, hiere.

Tuve que comprar más cigarrillos porque ya habían pasado doce horas esperando a mi amigo.

Mi nuevo amigo, el morocho encorvado, salió cansado del lugar apestoso dirigido por el gordo feo de la camiseta de Boca. Volví a seguirlo. Luego de un par de cuadras rectas lo intercepté y le pregunté el nombre. El morocho encorvado se asustó pero respondió tranquilo: “Hugo”.

Extendí mi mano y le dije: “Hugo, yo soy tu hermano” No nos conocemos porque nos tiraron un montón de montañas, ríos y caminos en el medio, pero sentimos igual. El hombre no lloró, pero el dibujo del detector de mentiras apoyado con pequeñas venas en sus ojos marrones se volvió a mojar.

Me dio un abrazo y me dijo que lo hacia por amor. De tanto amor que sentía por los suyos que había emprendido el viaje de la distancia para poder ayudarlos. Tanto amor que daba la vida por ellos. Tanto cariño que se dejaba manosear por un gordo feo vestido con una camiseta de Boca.

Caminamos algunas cuadras en silencio, como entendiéndonos. Cada uno haciendo el recuento de las injusticias que nos habían golpeado.

Yo intentando pensar qué es lo que lleva un hermano a aprovecharse de otro.

Cómo es y quién mueve las fichas en esta partida en un tablero cuadriculado donde todos nos movemos en línea recta, diagonal o a los saltos según nos haya tocado en destino, para salir con todo a tratar de comernos al de enfrente.

Él pensaba (creo) en su familia, en su gente, en su montaña y en mañana. Porque todavía tenía que llegar a su casa que quedaba a más de dos horas de viaje. Tratar de descansar un poco de tan arduo trabajo para volver a levantase y volver a viajar dos horas y volver a intoxicarse de inequidad.

Al llegar al tren me agradeció con palabras cerradas e incomprensibles. No hacía falta comprender sus palabras. Sus ojos lo decían todo y su espalda encorvada lo reafirmaba.

Al otro día, yo venia pensando en la temperatura que tenía que tener el agua para el mate o, muy disperso, pensando en el significado de alguna combinación de palabras.

Pensé en el “bueno chau” que me había arrojado una amiga un par de días atrás. Fue un “bueno chau” hiriente pero reparable y enriquecedor. Ahí me di cuenta las diferencias del los “bueno chau”.

Este, el de mi amiga, que por impotencia se recluyó tras un “bueno chau” en un malentendido absurdo es el más común. Me quedé tranquilo cuando vi que el “bueno chau” no tenía punto. Ese era un pedido de respeto a una causa que no la necesitaba. El “bueno chau.” (con punto) es un arma filosa, corta el aire y un silencio espasmódico invade las almas.

También me acordé de los “¡bueno chau!” (con signo de exclamación). Estos eran la muletilla de una novia que tenía y que yo no quería tanto. Cuando se enojaba conmigo me decía “¡bueno chau!” y se encerraba en su cuarto a llorar. Yo aprovechaba para escapar e irme a tomar cervezas con mis amigos. Luego, ya agotado de beber, mis amigos me decían “bueno chau…” (en minúsculas y con puntos suspensivos) como diciendo volvé cuando quieras y yo me iba reconfortado y satisfecho. Al llegar a la casa de esa novia que no quería tanto, me recibía con gritos preguntando por qué me había ido y dónde había estado. Yo contestaba con un poco de sarcasmo diciéndole que ella había dicho “¡bueno chau!” y yo lo había tomado al pie de la letra.

También pensé en el “bueno chau” implícito en una carta armada en palabras jurídicas que extendió la empresa para la que trabajaba.

Mientras cruzaba la plaza metí el dedo en la llaga del “bueno chau” de mi amigo boliviano, el morocho encorvado del dibujo del detector de mentiras apoyado con pequeñas venas sobre sus ojos marrones. Pensé en el abrazo mezquino de dos personas que no sabrían de sus futuros. Una estación de tren gris. Un bolso al hombro. Un ruido de sirenas armando, en imágenes inciertas, un futuro supuestamente obligado. Un “bueno chau” encerrando miles de promesas e ilusiones. El “bueno chau” que se dice cuando uno quiere decir “no me quiero ir” o “te voy a extrañar”.

Diferente de mi malcriado “bueno chau” que le decía a mi madre cada domingo cuando me iba a Buenos Aires con un paquete repleto de comida y ropa limpia.

Me fui a tomar un café para pensar un poco en este hombre. Para tratar de arreglarle su vida con mi pensamiento. Cosa imposible si las hay.

En el bar me encontré con unos amigos y empezamos a charlar de asuntos laborales. Uno me dijo que no sabia que hacer con su tiempo desde que se quedó sin trabajo. Que se peleaba con su mujer a cada instante, de aburrido nomás. Otro me dijo que sin trabajo no se puede vivir pero cuando a uno no lo reconocen y gratifican trabajar se hace cuesta arriba. Poner todo el esfuerzo para solo escuchar reprimendas de un superior lo vuelve a uno una persona triste. Y que la rutina, y que el sueldo a fin de mes, y que los clientes, y que no pasa nada en la calle y las medidas económicas de gobierno y los índices de desocupación.

En eso, el reflejo del vidrio del bar de la esquina de la plaza transportó una curva hasta mis sentidos. Era Hugo que con su paso lento iba a cocinar comidas argentinas. Lo seguí con la mirada y me apené porque mi pensamiento no había solucionado su vida. Cuando se perdió en la esquina y dejé de verlo pensé en esos niños del Perú que con menos de diez años ofrecen a los turistas cargarle la mochila por algunas monedas.

Ni mis monedas ni mi pensamiento lograrían sacarlos de esos senderos húmedos. Pensé en ellos porque cuando los vi se me partió el alma. Pero cuando uno los deja de ver pareciera como que no lo tuvieran que hacer más. Pero el mundo gira loco y agresivo. Con guadañazos se abren las injusticias y los que ponen el pecho son los mismos de siempre. Son los buenos, son los pobres, los que sienten realmente.

Glosa Murguera

A lo lejos el rezongo de un fuelle, que se abraza con unas nubes rosadas de atardecer, trae el recuerdo veraniego de los carnavales y por una calle de arrabal viene esta murga pellizcando miñoncitos de la panadería de los sueños y las ilusiones.

Dejando en los adoquines, donde jugábamos de purretes, migajas de tambor, amasamos el futuro de un mundo mejor. Vean compañeros, vean por favor, como bailan estas murgueras, gambeteando las nostalgias de un rechiflado corazón. Si usted se siente amargado por lo que le produjeron las inflaciones, no se haga mala sangre, ya somos 36 millones.

Pero en cosas tristes no hay que pensar. Agarre el lápiz de la esperanza, dibújese una sonrisa y póngase a bailar.

Señoras y señores hoy le venimos a presentar esta murga rechiflada, rechiflada por festejar.

Somos callejeros por derecho propio, ustedes querrán preguntar: “¿Que es lo que los motiva?” Es que no me queda saliva pa´ podérselo explicar.

¡Se lo contamos en “tres saltos y una patada”... esto no es una pavada!

Esto: ¡¡¡¡Esto es saber bailar!!!!

DESEO DE “AMOR”

Quisiera verte vestida únicamente con tu piel de rosas y besar las constelaciones lunáticas de tu espalda. Escuchar el sonido que tu piel imagine cuando mis dedos circulen por tus silencios.

Ver como estallan mis entrañas al intentar soportar no entrar en esos laberintos.

Rasparme con tus paredes de hielo y quemarme la lengua con tus misterios. Sentir los movimientos de los cielos en el momento que te acaricie el alma y no pensar ni un solo segundo que nunca vas a estar conmigo.

Quisiera saber por que me gusta tanto andar buscándote en cada esquina, aun sabiendo que no te voy a encontrar.

Quisiera que estas mentiras construyan una realidad. Que el humo de mi cigarro se transforme en tu cara. Que el vaso apretado a la esperanza vuelva sobre sus pasos de ilusiones. Y en una carcajada escuchar el silencio que te nombra.

Quisiera que mis dedos se posen entre tus piernas y cuando estén húmedos e intranquilos, aceleren a este corazón que se paseó lagrimeando infiernos. Y que tu pecho, tensado, arremetiendo a contracorriente en un río de sudor, respire agitado para calmar ese ardor de brasas que invade tu corazón.

Quisiera que esta soga llamada distancia deje de lastimar mis manos ensangrentadas, porque cinchando pensamientos obscenos de tu irrealidad, encontré la soledad.

Sentimientos encontrados

Los pensamientos se le movían.

Se dio cuenta de que se estaba volviendo loco cuando vio en la sombra de los ladrillos de la pared de su casa dibujado un nombre. Sabía que era una mentira de su imaginación, pero el paranoico es el único que tiene la certeza de algo que tiene dudas. Él lo sabía pero no lo podía controlar.

Se tiró de rodillas al piso y con sus brazos envolvió su cabeza. No podía parar de llorar. Sentía ruidos agudos entre una oreja y la otra. Los ruidos estaban en el cerebro y a él se le notaban en la piel. Tan profundos eran que ese día empezó a matar.

Leyó el nombre que estaba escrito en esas sombras de la pared y las imágenes caían como fichas de dominó. Se retorcía por los dolores de la panza. De una caja de herramientas que estaba en la ventana de su casa sacó un destornillador color rojo. Aunque había otras herramientas y destornilladores más grandes y filosos eligió el rojo, como una premonición de sangre. La calle estaba aplastada en un sol veraniego. Él no escuchaba el silencio característico del mediodía, solo sentía un impulso irrefrenable de matar.

Prendió la cocina a leña y luego se bañó con agua bien caliente, para limpiarse, quemarse y sufrir por lo que estaba por hacer. Sabía que estaba mal pero igual lo iba a hacer porque no lo controlaba. Una fuerza de elefante le salía del inconciente. Se vio en el espejo empañado del baño todo colorado y se peinó cuidadosamente. El pelo quedó con una raya del costado izquierdo. Se afeitó en calma, pero el filo de la navaja dibujaba cortes por toda su mejilla. No le dolía. Solo le dolía la traición de las mujeres y esos hombres que lo perseguían. Por eso iba a matar.

Se puso una camisa blanca cuidadosamente planchada. Un pantalón azul. Zapatos a tono.

Remendó sus cortes faciales con pedazos de papel de baño. Se perfumó incansable y empalagoso. Se persignó y salió a la calle con el destornillador rojo.

El único carro de pasajeros que atravesaba el pueblo y lo cortaba como una sandía lo llenó de polvo pegajoso.

Caminó por veredas sofocantes, angostas, sin árboles, donde el sol se acostaba desinhibido. Los insectos se le abalanzaban en bandadas con intenciones parecidas a la de él. Las paredes rebotaban el calor del odio. El aire se hacía irrespirable.

Buscaba una mujer para saciar su angustia pero lo primero que encontró a su paso fue un bebé que se mecía en una hamaca en la puerta de un zaguán. Las calles manchadas de pedazos de ladrillos seguían levantando polvareda de algún carruaje cargado de mandarinas. Miró para todos lados justo a la dos de la tarde. El silencio lo abrazaba en adrenalina. La calma del pueblo era su motivación. Las mujeres eran el odio.

A lo lejos unos chicos pateaban una pelota.

Se acercó al bebé pensando en las iniciales que le dibujaba la sombra de los ladrillos. Volvió a mirar y en un acecho felino se lo robó. Nadie se dio cuenta...Todo el pueblo dormía la siesta.

Lo escondió en la tela que lo cubría y se lo llevó a su casa. Al llegar entró apresurado mirando hacia atrás para cerciorarse que nadie lo estuviera mirando. El niño no paraba de llorar y las entrañas del asesino se relamían. Lo puso sobre la mesa como si fuera a cambiarle los pañales. Colocó el destornillador de punta entre los ojitos nuevos del infante y apretó con fuerza.

El niño, en un gemido de adiós, se hizo viento.

Luego de consumado el hecho con la sangre virgen pintó las paredes de ladrillos para tapar las sombras que lo atormentaban. Las iniciales decían algo de un hombre violento que se había alzado con alguna de sus mujeres inexistentes.

Los días prosiguieron calurosos y silenciosos. El pueblo se mancomunaba en la búsqueda del niño que ya estaba descuartizado. Los pocos habitantes se turnaban para vigilar la noche. Cientos de antorchas se prendían continuamente para cazar alguna sombra nocturna. El comisario ya tenía preparada una celda de castigo apestosa. Pero el asesino era imperceptible y atacaba de día.

Luego de unas semanas las sombras del los ladrillos se habían borrado con la sangre. Pero la mancha roja ser hizo mapa y flechas que le mandaban mensajes diabólicos. El patio también ardía como el pueblo y su alma no paraba de moverse alocada. Vio en dos hilos de sangre el recuerdo de otra de sus mujeres inexistentes y volvió a pensar en matar. Cualquier victima era saciar su apetito.

Se volvió a quemar bajo el agua de una olla hirviendo y se volvió a cortar la cara con la navaja. Afuera, la única calle de adoquines, charlaba con los pocos árboles que se derretían y se mojaban. Volvió a ponerse una camisa blanca y un pantalón azul. Zapatos a tono. Y salió decidido con su destornillador Rojo.

Ella, del otro lado del pueblo, se abandonaba a un deseo esa tarde gris y silenciosa. El pueblo volvía a estar caluroso pero calmo. El miércoles respiraba un zumbido de garúa ácida. María se puso de pie frente al espejo y comenzó a vestirse. Tomo del baúl de la ropa interior una pequeña bombacha que se puso después que sus manos arrullaran sus piernas. Acarició sus pezones y su piel rosada se estremeció pensando todo el tiempo en Rebeca. Metió una mano entre sus piernas y la bombacha para intentar volar entre los muros del placer acariciando suavemente el rincón donde se unen, pero no logró hacerlo. El hedor nauseabundo de un carro de muertos ingresó por su ventana abierta acompañado de cientos de insectos carroñeros. Se desentendió del tema entrando en el baño a buscar un corpiño firme, para reubicar su turgente busto. Luego una pollera roja que le llegaba hasta las rodillas y le contorneaban las caderas como una manzana recién arrancada del árbol.

Una pequeña blusa blanca con un gran escote en el cual las pecas formaban hermosas imágenes cuando paseaban por los finos breteles. Un nudo en el pelo y unos broches brillantes para colocar su flequillo hacia atrás. Estuvo mirándose durante quince minutos. Estaba feliz pero muy indecisa. Se daba vuelta para mirar si era muy corta la pollera. Sí, era mucho, pero no le importaba. Un perfume cítrico para su cuello. Se pintó de negro y estallaban sus grandes ojos verdes. Sonreía para darse seguridad con una boca repleta de dientes y luego fruncía el ceño parándose de costado. Luego volvía a sonreír.

Apoyó la tira de su cartera en su hombro izquierdo para cruzarla entre sus senos hacia el otro lado. El paraguas de siempre estaba preparado en la puerta antes de salir. Prendió un cigarrillo que pitó dos o tres veces para apagarlo en un cenicero circular de madera lustrada.

Salió por el largo pasillo que comunicaba su casa con la de los demás vecinos del conventillo para ir a esperar el carro de pasajeros. Los tacos zapateaban alegría. Sus dedos pintados de rojo pisaban una vereda de baldosas resbaladizas. Tratando de guarecerse de la garúa caminó bajo las recovas de la calle principal. Estuvo en una esquina largo rato hasta que llegó el móvil que venía de la punta norte del pueblo y la dejaba cerca de la casa de Rebeca. Cuando subió, el chofer transpirado y barbado, la recorrió entera con la mirada deteniéndose en su prominente escote.

Le indicó el destino para poder pagar con monedas. Puso mala cara pero estaba contenta por dentro. Los dos únicos pasajeros la miraban. Estaba hermosa. Se sentó en un asiento individual cerca de la puerta trasera. Su cola, sumando la cintura, formaba un paréntesis en el pasillo del carro.

Aprovechó para releer la carta que le había mandado Rebeca.

Se decía desnuda pensado en ella y dando vueltas por el patio buscando algún duende que le de respuestas para ese amor prohibido. Maria se volvió a excitar con el dulce néctar de la incertidumbre.

No sabía que iba a morir ese día por eso bajó tranquila en el lugar que la dejaba a dos cuadras de la casa de Rebeca.

Caminó lentamente apretando un sobre perfumado, bordeado con rayas rojas y azules, estampilla oficial y cerrado con saliva femenina. Pensaba en llegar, tirarse a la cama y desnudarse, tomarla del cuello y llevársela encima de ella, con la lengua humedecer su pecho para luego hacer un recorrido ascendente y caer en su boca. Explorar sus labios, moribunda, y sin cerrar los ojos escuchar algún quejido de placer.

El loco del los pensamientos que se movían ya estaba en marcha. Los hombros completamente mojados y la camisa blanca pegada al pecho. Miraba con aparente calma. Le tocó saludar a la señora Mirta, incansable buscadora del niño desaparecido, aquella que no se percataría jamás que el mejor maestro del pueblo hubiera usado su fuerza para matar.

El asesino dijo adiós agachando la cabeza y colocando su mano derecha en su panza en un ademán de cortesía. La señora Mirta respondió complacida. La garúa persistente empezaba a formar charcos en las calles más flojas cuando loco se empezaba a desesperar.

No quería acercarse demasiado a la calle principal porque era probable que alguien lo pudiera ver su accionar sospechoso.

Sintió un fuerte perfume y creyó que estaba por pasar algún carruaje cargado de mandarinas. Pero era María que empezaba a transitar el sendero del fin. Se chocaron en una esquina sin ochava. María lo saludó recordando que había sido alumna de este hombre en la escuela primaria.

El maestro se detuvo apoyando su espalda en un inmenso árbol y calculando cascadas de combinaciones alfanuméricas.

Escondido la siguió con la mirada y el morbo se le subió a la cabeza.

Esperó agazapado, siguiendo los movimientos de la más linda del pueblo.

Su imaginación ahora galopaba.

La quería matar o la quería abrazar y hacerle el amor. Una convulsión interna lo contradecía y paralizaba. No sabía como terminaría esta situación. No sabía si era capaz de usar el destornillador rojo.

Se orinó cuando pensó que ella lo iba a engañar. Si formaban una familia, después de hacer el amor, ella lo iba a engañar. ¡Seguro! ¡Como todas las demás!

Se desesperó y mojado por todos lados la corrió desde atrás y se le tiró encima. Ella intentó gritar pero el maestro le metió una mano en la boca, ahogándola. Con la otra mano logro sacar su roja arma blanca. Como un animal pero con la precisión de un cirujano, ensañado con su sexo, clavó de a diez puñaladas en su pubis y mamas. La sangre de María se licuaba con el agua de la garúa. Agonizando y con atisbos de muerte María quedó tendida en el piso y el maestro corrió con el torso desnudo a esconderse en su guarida.

La gente en el pueblo, otra vez, dormía la siesta. Nadie escuchó nada.

Rebeca estaba sumergida en la bañera llorando en el momento que alguien le tocó la puerta. Lloraba porque habían pasado tres horas de la que sería su primera cita con María. Se envolvió en una toalla para ver quien era, ilusionada con algún extremo percance que le hubiera sucedido a su incipiente amor.

Dos hombres vestidos de policía y armados con la carta que Rebeca había escrito días antes entraron sin pedir permiso cuando ella abrió la puerta.

La carta decía metafóricamente en el último párrafo:

"…y si nuestro amor es imposible alguna de las dos se va a morir"

Los policías no tenían pruebas reales de que Rebeca hubiera matado a Maria pero su preferencia sexual era suficiente para condenarla. Las líneas de esa carta fluyeron de boca en boca por el pueblo a extrema velocidad. El misterio de una historia homosexual conmovía más que el asesinato de una dulce mujer. La gente se hacia partícipe de la historia denigrando a estas mujeres. El asesino, tomando ginebra, miraba a diario desde el bar de una esquina de la plaza del centro del pueblo el progreso del caso y programaba su próximo ataque.

En el pueblo un maestro asesino y paranoico volverá a matar, una mujer perderá para siempre su libertad y colgada y apedreada en esa plaza quedará la memoria de una mujer que solo quería amar.

Fontanaroseando o Aquel 21 de septiembre

Me la crucé a Catalina después de quince años. ¡Que hija de puta esa mina! ¡Sigue siendo una muñequita!
¿Como puede ser que esté intacta? – Dije emocionado al llegar al bar de la esquina de la plaza donde nos juntamos con los muchachos.

Mario dijo: – No es hija de puta. Es flor de hija de puta. Tiene el culo tan parado como cuando la esperábamos en la puerta del Colegio Misericordia y ella agachaba la mirada con una sonrisa pícara.

Federico interrumpió diciendo: – Y tiene dos críos. ¿Vos podes creer? Dicen que no llegó a engordar ni seis kilos en el embarazo.

-Qué me importa si tiene seis hijos o uno, con lo buena que está me hago cargo de todos y tal vez hasta pueda tener uno mío- dije para exagerar los comentarios de mis compañeros de café, y la carcajada del trío no se hizo esperar.

Mario redobló la apuesta y dijo: – ¡Ma´ qué, si le faltara una pierna también le haría el novio! ¡Con ese culo, que es un poema!

Cuando se acercó el mozo Luís, con dos cortados, un café, tres vasos, un sifón y seis medialunas, nos dijo tapándose la boca con una mano: –Los escuché, Catalina esta buenísima pero dicen que en Chivilcoy hay una que está mejor y que no se la puede coger nadie.

- Boludo, qué me importa una mina de Chivilcoy. ¡Y encima que no se la puede coger nadie! - respondí ofuscado.


- ¿No te das cuenta que Catalina sigue siendo la fantasía de todos nosotros? Y que esta ahí, tan cerquita. Hasta te la podes cruzar en la verdulería. Tiene dos hijos, calculo que por lo menos les hará la comida. ¡Qué lindo verla apretando los tomates para comprobar que estén buenos para la ensalada!- seguí diciendo con otro tono de voz -

Federico saltó diciendo: – ¡Qué tomates ni tomates! ¡En la mesada cuando hace la comida! ¡Qué lindo agarrarla arriba de la mesada cuando hace la comida!

¡Jajaja!! No parábamos de reír cuándo llegó Rafael diciendo: -Che Mario, la vi a tu mujer comprando en la verdulería.

Yo que tenía la boca llena de soda escupí todo y las burbujas me salían por la nariz. Todos imaginamos a la mujer de Mario apretando los tomatitos y lo miramos para burlarnos. Menos Rafael que no entendía bien de que nos reíamos por haber estado ausente en la charla de Catalina.

Un desubicado dijo: – ¡Está buena tu mujer, Mario, eh! – y ahora fue él quien estuvo a punto de volcar el café.

Entre dientes y con una sonrisa pesada Mario dijo: – No sean pelotudos, es mi mujer, che, no es Catalina que no es de nadie.

-Catalina es de todos – dije yo- Catalina es del pueblo, si todos nos ratoneamos alguna vez con ella. ¿O no?

No me llegaron a contestar que se asomó por la puerta vaivén de ese bar la mujer de Rafael que le hizo una seña con la mano como para que se apurara, y mostrando en la otra una caja de los ravioles de los que hace Marcelito.

Rafael dijo: – Bueno muchachos, la bruja me llama- se dio media vuelta y, como si sonara el Himno Nacional, se fue. A coro le dijimos: – ¿Ni un café te quedás a tomar? – Pero Rafael ya se había ido.

Empecé a contar mi frustrada historia de amor con Catalina, que me hubiera gustado que fuera con otro final. Les dije a los muchachos: – Yo tuve una gran oportunidad, la oportunidad de mi vida. Era un 21 de septiembre, día de la primavera, Catalina estaba muy jocosa y muy bonita. Me parece que había tomado unas copas de más. La encontré en el baile que se hacía en la plaza después de pasar todo el día en las quintas. En el momento de hacer el baile del trencito me choqué con Catalina y no sé porqué nos abrazamos. Nuestras mejillas se rozaron y parecía que se me daba la gran chance. Qué bueno que me hubieran visto mis amigos en ese momento. Todos me hubieran envidiado, pero había mucha revolución frente a
la Municipalidad y creo que ninguno me vio. Fue tal el fracaso, que cuando pasó de nuevo el trencito humano se me fue de las manos. Nunca lo quise contar, pues no me lo hubieran creído.
¡Ay! ¡Catalina, tan cerca estuve de ser el ídolo del pueblo!

Entre risas, pero mirando en serio, me dice Federico: - ¿Y si le hacemos un monumento? Podríamos sacar el monumento a San Martín y ponemos el de Catalina. Abajo una placa que diga: "Monumento a la mujer más linda del mundo". –


La mesa estalló en una carcajada sin fin. Nos retorcíamos tratando de tapar nuestras caras desfiguradas por la risa.

Federico volvió a decir: - Lo estoy diciendo en serio. Podríamos averiguar con el secretario de cultura o con el intendente directamente.
A coro, otra vez, le dijimos a Federico que no fuera infantil, que eso era imposible. ¿En que cabeza cabía la posibilidad de sacar el monumento a San Martín del medio de la plaza?

Pero en ese bar pasan cosas raras, y se nos acercó un señor que nos dijo: - Chicos, perdonen que los estuve escuchando, pero cuenten conmigo si lo que hay que hacer es una escultura. Llevo años fundiendo metal para vivir, y mi sueño siempre fue hacer una estatua. ¡Una escultura de metal!

Nos miramos sorprendidos e incrédulos. Ya bastante teníamos con tener que soportar algún eventual borracho de gira a las doce del mediodía, para que viniera este delirante a molestar. Yo quería seguir hablando de Catalina que hacía quince años que no la veía, y que seguía estando hermosa, divina, preciosa.
El escultor se quedó charlando un segundo con Federico.
Mario y yo nos quedamos viendo como se aplastaba el medio día y los autos que pasaban por la calle.
Cuando Federico volvió, vimos que, por una diagonal, que corta a la plaza como una naranja, venían las caderas de Catalina en su inconfundible modo de andar. Es un andar pausado, armonioso, pero que le hace mover a todo el cuerpo. No tiene muchas tetas. ¡Pero como las mueve!
Nos miramos entre los tres, aterrados. Venía en nuestra dirección. Nos asustamos mucho.
Nuestra hombría anónima se hizo muy frágil frente a la más linda de todas. Qué débiles que éramos frente a tan imponente presencia.

Ella entró al bar. Ni nos registró.
Federico hizo como que la saludaba para hacerse el gracioso. Nosotros también.
Nos pusimos a hablar en voz baja de fútbol, para disimular un poco más nuestra inmadurez y la mirábamos de reojo.
Hasta que una voz grave, petiza y culona estalló entre los tres.
- Ustedes son unos chiquilines inmaduros y boludos –

Era Catalina a los gritos, que continuó diciendo: - El hombre aquel no es un escultor ni funde metales... ¡Es mi tío! ¡Pelotudos!

- ¿Vieron? - Dije yo cuando se fue. - ¡Pasaron quince años y sigue teniendo el mismo humor de mierda de siempre!

Iba y volvía.

Al igual que con una copa de vino, sentía que ella modificaba su ambiente.
Su presencia simple era capaz de pintar barroco o trazar líneas sencillas. Toda su belleza en contexto con una luz tenue de velas esparcidas por la casa le daba la sensación romántica de una leyenda.
Su piel, color lagrima de sangre, estaba perfumada con notas de frutas rojas, almíbar y damascos. Tenía una boca triste con final incierto. Sólida postura y frágil mirada.
Quería estar con ella toda la vida, pero ella pensaba obstinadamente que quedarían más cenizas producto de un fuego eventual, único, intenso y pasajero que las que podría dejar una llama firme pero tenue y que se aletargue en el tiempo.
Todos los días se enamoraba de alguien nuevo para olvidarse del amor de ayer.
La noche hablaba de una luz que se apagó zurciéndole ojales a Venus.
El giro dramático de una marea morada hizo más palpable una música de violines. Con la vista atravesó la copa para morir en un manto blanco.
Ella se paró y caminó por el pasillo hacia la cocina moviendo sus caderas para ir a buscar un destapa botellas. Los goznes de la puerta rechinaron al abrirse y una luz rectangular abrazada por una sombra golpeó contra la pared.
No podía dejar de mirarla. Se escondía tras de su copa, impacientemente vacía, y la veía volver desde allí para enajenarse de la situación y ver que su figura se agrandaba.
Todas las veces lo mismo. Ella Iba y volvía. Iba y volvía.
Quería verse en tercera persona. Quería verse a él mismo con una mujer hermosa.
De repente en esas idas y vueltas ella ya no volvió.
El se paró, ebrio, y fue a buscarla a la cocina.

Sentado en la mesada había un duende contando corchos. El lo empujó agresivamente y gritó “¿¡Donde estas!?”.
Los corchos movidos por el duende rodaron por el piso y se metieron debajo de la heladera.
Abrió el horno a gas buscándola, el horno eléctrico, las alacenas, el bajo mesada, los mosaicos flojos, la lata de la yerba mate, la del azúcar y hasta arriba de la lámpara.
Ella ya no estaba o nunca estuvo. Pero qué importaba, si el material inflamable del amor ya había hecho lo suyo.
Corrió al hogar para guardar las cenizas en un cofre con recuerdos viejos, pero la ventana estaba abierta y las cenizas se habían volado.
Al darse vuelta vio que ella estaba sentada en el sillón, como antes, pero llorando. Entonces se le abalanzó en un abrazo fuerte y le dijo..."Perdoname, te fui a buscar a la cocina"

Historia basada en un triste caso real

La niña, ya adolescente, casi mujer iba caminando por la única calle de pueblo que tiene nombre. Su pollerita de tablas escocesa se volaba con un viento atrevido de abril. Bien temprano a la mañana, con los libros en una mano, salió de su casa en dirección sur hacia el colegio que quedaba a diez cuadras. Ese día, cómo si le hubieran avisado los pájaros, se había levantado de la cama antes de que sonara el despertador y emprendió su recorrido antes de lo habitual por esa calle que estaba desolada pero cargada de aroma a tostadas y café.
La camisa blanca trasparentaba un corpiño de encaje, razón por la cual las monjas del colegio la reprendían constantemente. La pollera demasiado corta y el pelo suelto también eran temas de conflicto. Pero ella se sentía bella y era persistente en su rebeldía. En su caminar ingenuo se dio cuenta de que alguien la seguía. Sentía el ruido de una bicicleta que avanzaba lentamente sobre su costado. Ella aceleró un poco el paso para esperar que el sospechoso doblara por la calle 52.
No solo no dobló sino que cada vez estaba más cerca de ella. Tenía la sensación de que le arrojaba piedras cerca de los pies para amedrentarla. Escuchaba los golpes contra el piso de un objeto contundente. Tenía terror de darse vuelta. No quería verle la cara a un degenerado. Al cruzar por la calle 50 vio que todavía la seguía. Cada vez caminaba más rápido. Empezó a rezar y a repasar direcciones de conocidos por la zona. Desplegó un mapa imaginario pero no se acordaba de nadie que le pudiera abrir la puerta para salvarla.
Para llegar al colegio le faltaban ocho cuadras.
No quería ponerse a correr para no hacer evidente su pavor. Debía mantenerse firme pues le habían dicho alguna vez que los degenerados se excitaban con el miedo ajeno. El hombre otra vez se había acercado demasiado con su bicicleta y hasta se le podía escuchar la respiración. Más adelante pensó en gritar y refugiarse en la estación de servicio de la calle 44 pero luego recordó que la habían cerrado definitivamente para hacer una plaza.
Después de caminar dos cuadras más la niña se quedó disimulando estar viendo una vidriera de ropa de la calle 40. El hombre de la bicicleta se quedó enfrente, como esperándola.
Por el reflejo del vidrio, pudo ver a un hombre corpulento con una bicicleta negra cargada de cosas que no podía distinguir. No se animó a mirarle la cara y se echó a caminar nuevamente. Otra vez el sufrimiento de tener un acosador detrás.
El hombre de la bicicleta también se hecho a andar. Por un instante logró superar la línea de la niña pero ella no quiso mirar. El ciclista volvió a frenar.
Ya casi llegando al colegio, la niña, despeinada, sintió un golpe en los pies. Un periódico desparramado por el piso, que debía terminar su recorrido en la verja de la casa azul de aquella esquina, fue el proyectil de la salvación.
El grito desgarrador y potente de “Diaaaaaaaaaaariiiiioooooooooo” del canillita fue su redención.

El tiempo. Las sombras.

Costumbre inexplicable la de tomar siempre de la misma taza. Tazas colgadas en una pared de dos en dos entre verdes y amarillas a lo largo de doce.

Como si la primera taza amarilla (de izquierda a derecha) estuviera endemoniada y la segunda evocara a todos los santos sanadores o recolectores de penas intangibles.

Tan inexplicable como la lógica de mi madre de acomodar los libros de la biblioteca por colores y no por orden alfabético o nombre de autor o géneros literarios. Es la lógica, lógica, de una doctora en matemáticas, que desde su inconciente dejó caer pétalos de futuro sobre mis ojos atentos en su esmerada organización.

De esa biblioteca, simétricamente colorida, rescaté mi trunco oficio de pintor. Digo trunco porque todavía las imágenes, de cuadros que nunca pinté, están dentro de mi cabeza en pinceladas infinitas de colores marmolados similares a la de los libros de ese anaquel.

El caso curioso y real fue la tarde calurosa de verano de mi juventud en la que luego de prepararme un café, en la segunda taza amarilla, fui al galpón de los libros devenido en biblioteca decidido a empezar a leer uno de aquellos. Quería sumergirme en páginas nuevas para olvidarme un poco de algunas coincidencias raras que se me estaban sucediendo.

La búsqueda nacería ayudada con herramientas de color y moraría inexorablemente de la misma forma. Entonces, en un accionar estoico, me propuse elegir el lomo que más me llamara la atención visual.

Tal vez por ser el color de la sangre, el rojo sería mi destino. Es que la sangre es un poco mezcla de vida, es un poco mezcla de muerte. Será por la incertidumbre que provoca esta coalición que llama tanto la atención de nuestra ignorancia.

En resumen, el libro que limitaba entre los anaranjados más potentes y los bordó más débiles fue el que me llamó la atención con lazos lumínicos que llegaron a mí de forma rebotada. Acerqué el banquito que estaba debajo del banco de carpintero para subirme y poder alcanzarlo.

Allí arriba y en puntas de pie lo hice mío.

Salí de ese cuadrilátero oscuro rumbo a la galería. En verano la galería se inunda de olor a navidad, gracias a un veterano jazmín, incasable productor de aromas. Por detrás, otro jazmín más pequeño en edad y tamaño pero de flores más grandes buscaba su lugar en mi encuadre fílmico imaginario. A la derecha los geranios estaban sentados, con los codos apoyados sobre las piernas y la cara, aburrida, sostenida por las manos. A la izquierda, mirando de reojo, la azalea siempre tan chismosa intentaba llamar la atención.

Clima propicio para empezar a leer un libro. Ideal para descubrir una historia nueva.

Desprendí mis zapatillas y apoyé mis pies descalzos sobre las baldosas frías. Desabroché mi camisa dos botones y dejándome caer en el sillón hamaca me disponía a leer.

El pájaro de todas las mañanas se posó en la rama de todas las mañanas. El “bicho feo” me miraba y con intermitencias emitía algún canto repetido.

Me dije, mirando la enamorada del muro, que podría aumentar mi bienestar, en compañía del libro, si además prendía un cigarrillo.

Me levanté del sillón hamaca y fui al cuarto de mi padre a buscar algún atado, cerrado o abierto, de los miles que él se fumaba por día.

Busqué en el escritorio de un geógrafo, repleto de ceniceros repletos y mapas inentendibles, entre apuntes varios de poesías nocturnas, en fraseos de tangos y tinta china derramada en hojas estilo papiro.

El calendario estaba olvidado en el día de mi cumpleaños y decía: “Recordar regalo”. Había monedas de otros países. Había estampillas de muchos años y lugares con retratos de gente desconocida. Había boletas de impuestos, todas pagadas puntualmente y había un cigarrillo nuevo paralelo a un fósforo gastado.

Con emoción me lo llevé en la oreja hasta la cocina por el pasillo fresco del cuarto de música, donde busqué el mechero que usábamos para prender la cocina a leña.

Otra vez caminando por la galería, con el mechero, fui hasta el sillón hamaca donde volví a dejarme caer.

Encendí el cigarrillo y en lugar de aspirar, tragué. Entonces comencé a toser muy fuerte. Lágrimas nubladas oscurecieron mi mañana. Tosí durante un rato largo, muy largo. Es que yo nunca había probado el cigarrillo, hasta ese día.

El tiempo se iba volando como el humo de aquel cigarro y ya me sentía grande.

Recompuesto del atraco miré la punta encendida del cigarrillo y le di una pitada suave. El humo blanco de mi exhalación se fue en forma de hongo, como el de la explosión de una bomba. No sabía si me gustaba el sabor del tabaco o ver cómo una pompa de algodón era capaz de desaparecer en segundos delante de mí.

En la siguiente pitada aspiré un poco más y sentí que mis pulmones se llenaron de un sabor caliente. Retuve un instante el tórax en su máximo diámetro, pensé en algunas cosas dispares y apuntando al sol me liberé. Otra vez la pompa saliendo de mi, apresurada, se diluía por sobre el cielo como la neblina de un pantano. Desde ese momento me hice amigo del cigarro y fumé mucho más.

---

El libro rojo seguía cerrado, mis pensamientos deprimidos y mi cigarrillo acabado. Me levanté de aquel columpio de pino tea dejando el libro cerrado sobre el respaldar de mimbre. Caminé a la vereda de la puerta de la casa de mis padres, que estaba abrazada en fuego, para mirar el mediodía. El calor del verano, en la vereda que cuento, se hace trenzas de un dolor cabal. En la respiración uno siente el arrumaco de un ardor persistente.

La calle se calla y los hombres duermen. El silencio, a esa hora, es tan perfecto que anula un sentido y potencia todos los demás.

Pensé, ya que fumaba, que también podría beber.

Pensé en un bar abierto y pensé en el viejo almacén. Calculé una bebida y la cuenta me dio cerveza.

Entré por el garaje a la casa y agarré la bicicleta rectangular y negra que había dejado para siempre mi abuelo. Le di latigazos de presura para salir a los saltos. Monté el equino metálico en dirección norte con otro cigarrillo en la boca para conocer la idiosincrasia de las bebidas.

Pedaleé por senderos pedregosos hasta llegar al río. Los sapos gritaban mi nombre a coro. Por la ribera esquivé trampas para animales de pelajes codiciados y árboles con frutas arrancadas. Intenté ocultarme del sol. Y la tierra suelta me buscaba, caliente, subiéndose a mis ruedas en forma de serpiente.

Al llegar a mi destino el almacenero me miró sentado desde su sombra y de atrás de la canilla del estaño sacó una cerveza que me acercó junto a un vaso. Me senté en un tronco que servía de silla con las piernas cruzadas como lo hacia mi abuela. Me quedé pensando en ella un rato y luego se me bifurcó la conciencia. Después llamé a la puerta de un pensamiento que era nuevo para mí y corrí para alejarme de otros que eran viejos para todos. Esbocé una sonrisa que nadie vio y pedí otra cerveza.

La cerveza hablaba del vino y el vino de otras cosas mas profundas. Me acordé del libro rojo que no había empezado aún y estaría en el mismo lugar donde lo había dejado. En pensamientos cruzados me acordé de la otra abuela y del otro abuelo. El relincho de mi bicicleta me llamaba encadenado desde un árbol flaco. La cerveza estaba helada y el tiempo pasaba apresurado. Pedí al almacenero dos cervezas más, una para mí y otra para invitar a alguien que ya se había ido.

….

La persona que se había ido, y ya no estaba en la pulpería, había sido una mujer, hermosa tal vez. Entonces pensé en mujeres. Luego en mujeres hermosas. Y más tarde en mi vida, que nada hacía por perdurar mas allá de la muerte.

Mi vida debía empaparse de música femenina. Llenarse de aroma a reproches y cantos de alegría. Caminos sinuosos de placer o empinadas bajadas por laderas nevadas esquivando pinos de sabiduría. Pavas hirviendo al fuego de una mañana o copas rotas en el fulgor de la noche. Oídos tapados por miedo o por resistencia. Ojos ciegos por mentiras repetidas y sentimientos bloqueados por un amor eterno.

Salí del recinto alcohólico de la barra de estaño, un poco más maduro y un poco más borracho, después del mediodía.

Mi caballo metálico le dio vueltas a un perro de asfalto. La plaza central se vestía en un ovillo de miradas. Gente de todos los sexos pasándose finito las pieles por las pieles. Las chispas encendían pasiones y apagaban otras con intenciones de futuro. Bajé de mi rocín tejido a espuelas y me senté en el bar de la esquina de esa plaza. Ahí fui abrazado por varias mujeres, todas hermosas, pero ninguna emitió palabra. Una quiso quedarse conmigo para toda la vida, pero yo agaché la mirada. Otra intentó hablarme, pero al final no dijo nada.

Algunas venían vestidas de novia con sus blancos inmaculados, abrazadas a sus ramilletes de calas. Otras traían de la mano, y en cochecitos destartalados, hijos de a cuatro o cinco con nombres bien diferentes.

Luego de unos segundos eternos, al rocín convertido en corcel, se subió una dulce dama, vestida de colores, que me abrazó muy fuerte. Así salimos al galope por la avenida donde se cae el sol y que nos llevaba de viaje a algún lugar donde no se sabe.

….

Los paisajes nuevos con idiomas parecidos a los que había aprendido en la otra punta de esa avenida me llenaron el alma como el chorro de agua helado de un manantial. Gente buena y trabajadora ofreciendo sus casas de paredes de barro a todas las personas que vinieran de casas más ostentosas y ricas. Sin vacilar, abrieron sus puertas para dejar entrar el sol y el perfume de algún aromo viajero.

Otra vez pensé en el libro que había abandonado a partir de un cigarrillo que empalmó con una cerveza y con otras cosas que ya conté. Páginas nuevas para mí, que todavía no se habían convertido en otra cosa.

La curiosidad de ir avanzando páginas para llegar a un final incierto es el motor de la incertidumbre que se mueve por dejar de serlo.

Pensé, en ese momento, que si estuviera en la casa de mis padres me tiraría, ancho, en la hamaca de antes para descansar y leer. Pero este era un día largo en el que estaban pasando cosas atemporales y el día pasaba lenta o rápidamente. Pensé en regresar de este pequeño viaje porque ya se estaba asomando el atardecer.

La amazona que montaba mi bicicleta ya se había ido en un carruaje pintado en oro, con un príncipe vestido de blanco.

Despacio, por la sombra y con las gomas desinfladas decidí volver.

En una esquina me quedé mirando un cartel que me llamó la atención. En la otra esquina también.

….

En el camino me encontré con gente mala que me quiso robar (lo lograron). No se llevaron mucho de valor, pero mi corazón y mí tiempo eran diamantes que caminaban circularmente alrededor de la imagen de una virgen que volcaba una mancha en el piso emitida por el sol.

Volví caminando, ya sin mi bicicleta ni mi alma (robada y luego vendida en algún mercado de demonios endeudados), retrasado, angustiado y silencioso. La noche se hacia grande en mi caminar. Ya no podría leer mi libro en la galería. El pueblo estaba apagado. La casa de mis padres estaría igual.

Al llegar a ese lugar, de donde tomé la bicicleta que me robaron después de haber pasado por aquel almacén y haberme ido de viaje, tendría que prender una lámpara de alcohol y entonces así iluminarme renglón por renglón la lectura.

Por fin, a lo lejos, vi la vid y la glicina, la reja, la glorieta y el portoncito de hierro. La enredadera desbordando el tapial y la campana de bienvenida trabada en el desuso y en el tiempo.

Se aceleró mi corazón al pensar en el libro. Lo quería empezar y terminar en ese momento. Con el mechero que había prendido el primer cigarrillo le di luz y calor a la lámpara de alcohol.

Mareado (por el licor consumido en el tronquito donde crucé las piernas como lo hacía mi abuela), caminé otra vez por la galería acompañado por una marioneta que me seguía detrás. Agarré el libro rojo, que se hamacaba en el respaldar de mimbre, y me fui a la cocina. Preparé café en la segunda taza amarilla y abrí el libro.

En la solapa que contenía todas las hojas amarillentas y terminadas del libro decía: “José Juan Bermúdez, nacido un 15 de mayo en la provincia de Buenos Aires, en el pueblo del almacén que mira al río, autor de este libro”.

Sorprendido y angustiado corrí al que hubiera sido mi cuarto en algún momento de mi niñez. Revolví los cajones buscando papeles viejos. Desparramé ropa por el piso para buscar en los bolsillos alguna información antigua pero certera. Lloré de impaciencia al tener un documento de identidad y una partida de nacimiento en mis manos. Y en letras manuscritas pude ver que, junto a una foto borrosa, decía que los años se me habían ido como el humo de una exhalación. O simplemente, que José Juan Bermúdez pude haber sido yo.

Casi Colombia

El soldado Juan Manuel estaba tenso, como nervioso. No lo habíamos visto así en ningún momento antes de la preparación de la última expedición. Fantasmas de secuestros añosos y asesinatos múltiples sobrevolaban nuestro pulso cardíaco. Guerrilleros contra paramilitares, paramilitares contra la policía, el gobierno contra el pueblo. En definitiva, el pueblo contra el pueblo. Nos mirábamos callados, diciéndonos todo.

El teniente Raúl tenía el norte bien claro (el oeste en realidad): “la estepa Colombiana”. El buzo Leandro lagrimeaba. Maicao sería demasiado para nosotros.

La temperatura superaba los 50º centígrados y los cueros goteaban de solo pensar. A lo lejos se podía ver un tren con mil vagones descarrilados y a nuestros pies venían pájaros agonizantes que preferían morir a la sombra de nuestras almas.

Yo grité que no quería pasar. Tenía tanto miedo como ellos. Es que no valía de nada hacerse el héroe por nada.

Para qué arriesgar nuestras vidas si Choroní y Morrocoy nos habían abrazado con alegría.

Leandro había buceado entre peces de colores y con su arpón traía víveres para todo el pelotón. Raúl había calibrado su mira telescópica en un cayo que terminaba antes de poder empezar. Juan Manuel no quería pensar en el pasado y puso su pasaporte bien oculto, ahí donde la muerte no sabe cómo llegar.

Teníamos la certeza que ya habíamos superado la ciénaga. Pero la ciénaga era lo que estaba por llegar.

Se comentaba que Aracataca estaba sumergida en el tiempo de un trozo de hielo gitano, derritiéndose.

Raúl dijo que si habíamos llegado hasta ahí era por alguna razón y que dar marcha atrás sería imperdonable.

Pensamos, no con valentía, que tenía un poco de razón y así emprendimos el último tramo.

Desde Maracaibo hasta el límite, sostenidos por nuestros bastones, fuimos en un bote blanco timoneado por un lugareño que nos abandonó empujándonos y arrojando las mochilas de combate. Nuestras armas inofensivas no llegaron a activarse y nos pusimos a llorar.

Un burro cargado de plátanos descansaba al borde del camino. Un camino que se abría promiscuamente al sol y a la luna sin importar el horario ni la temperatura, un camino vigilado por inmensas palmeras precolombinas donde el misterio se mostraba entero a todos los valientes que lo quisieran transitar.

En la frontera (pintada con un hilo de sangre) ya se podía ver, como nos habían contado en Caracas, que la gente pegaba papeles con nombres a todos los objetos existentes.

Una niña que comía tierra se jactaba de recordar el día de su nacimiento. Otra, al revés, presumía saber el día de su muerte.

Un perro flaco nos hizo una mirada triste con su cola entre las piernas.

El primero que pisó la línea divisoria fue Raúl, que con un ademán incitó al resto del pelotón para que avance. Pero una distracción puso en riesgo mortal la avanzada.

Nos atraparon y quedamos presos de lado venezolano.

La celda no tenía ventanas y los soldados venezolanos tenían hambre y curiosidad. Revisaron nuestras mochilas y encontraron manzanas rojas y verdes. Se quedaron con las verdes y se tiraron a la sombra del único árbol a comérselas.

Nosotros, aprovechando, dimos media vuelta y nos fugamos festejando el aroma a libertad.

Un sello en nuestros papeles de viaje decía en letras grandes “Bienvenidos a Colombia”. Nos pareció contradictorio hasta que vimos en una mancha de plata del camino un Indígena Guajiro Wayuú caminando con su taparrabos. El hombre, con su desnudez, venía en son de paz. Nos mostró el camino hasta Maicao y le hicimos caso. El calor en ese momento superaba los 60º grados. El viento se había ido de paseo al mar y las pocas hojas que se veían estaban como petrificadas.

La noche caía en forma de gotas de lava.

Un camión camuflado, cargado de soldados rendidos, se nos acercó para ofrecernos subir y acercarnos a Riohacha. Dijimos rápidamente que sí, pensando que la guerra había acabado.

Desde la ventana pudimos ver a un hombre atado a un árbol tratando de inventar el oro.

El cartel que decía “Riohacha” pasó veloz a nuestro costado y el camión no se detuvo. Pensamos que nos habían secuestrado y tal vez nos estarían llevando a Sierra Nevada o al Tayrona para eliminarnos. Nos miramos callados otra vez y miramos estupefactos a todo el pasaje. Todos viajaban en silencio.

La noche ahora era negra y cerrada entre miles de plantas que habían aparecido transpiradas y aburridas.

En eso, el viento cambió de rumbo y trajo hasta nosotros un pueblo que estaba de fiesta.

El silencio, antesala de una catástrofe, se hizo ruido de tambores y trompetas. Hermosas morenas bailaban al ritmo del ron y la cerveza. Lucecitas de todos los colores se prendían y apagaban al borde de la rambla samaria. Cocineros y cocineras nos acercaron manjares deliciosos. Nos aplaudían como si hubiéramos ganado la guerra. Dejamos el equipaje en una esquina y, caminando por la playa, nos pusimos a respirar. Estábamos respirando el aire que respira la alegría y la libertad. El aire puro de un lugar donde reinaba la paz.

La solidaridad y la belleza eran patrimonio del paisaje.

Nos volvimos a mirar callados y decidimos desertar. La guerra había acabado para nosotros. Olvidaríamos en un segundo las trincheras, las bombas, el hambre, las armas y los cuarteles. Habíamos llegado a Santa Marta, Colombia. El lugar más lindo del mundo. Después de La Argentina, claro…

Fontanaroseando II o La gorda Carolina

-¿Qué hacés si una mina te llama y te dice?: “Tengo el auto y no sé manejar. ¿Me llevás a pasear?” - preguntó Mario sentándose en la mesa del bar de la esquina mientras borraba un mensaje de texto de su teléfono celular.

Con Federico nos miramos y no le contestamos porque era una boludez lo que estaba preguntando.

- Te la cogés y listo -le dijimos después de un rato

- Nooo – dijo Mario alargando la “o”, – A mí las minas tan fáciles no me gustan. Es como hacer un gol cuando el arquero esta tirado el en el piso. Es gol, vale lo mismo y lo gritás, pero no tiene el mismo sabor.

- ¿Como no va a tener el mismo sabor? - dijo Matías en voz más alta. – Cuando es gol es gol y lo grita toda la tribuna igual y cuando te cogés una mina es un poroto más en tu cuaderno de macho, sea quien sea.

- Vos porque le das a cualquier cosa que tenga pollera, pero yo no – dijo Mario en voz alta para que lo escuchen los de la mesa de al lado.

- Mario, no te hagas el exquisito que le dabas a la gorda Carolina vos -le dije para cortar la tensión.

Mario se puso colorado y miró para el otro lado. Federico lo miró sorprendido como enterándose en ese momento.

- ¿Es verdad que le diste a la gorda Carolina? – Le preguntó Federico a Mario – ¿Es verdad que nos tuviste engañados tanto tiempo? Todos pensamos que eras el más ganador de todos y le diste a la gorda Carolina. Sos un fracaso hermano, un fracaso – siguió diciendo con firmeza.

Yo levanté la mano tímidamente a la altura del pecho y dije: – Yo también le di a la gorda Carolina. Lo que pasa es que ya habían debutado todos y yo iba quedando cola de perro. ¿Y quién no le daría a la gorda Carolina en una situación así? - pregunté para justificarme.

Matías dijo: – Yo no solo que le di, sino que casi éramos novios. Hasta un día tuve que escapar por la ventana de su cuarto porque nos encontró el padre en plena faena.

Federico lo miró sorprendido y dijo – ¿¡Entonces el único pelotudo soy yo que por hacerme el interesante no le hice nada!? Y pensar que me miraba con cara de perro mojado la gorda.

- Vos no le diste a la gorda Carolina porque estabas enamorado de la gorda Karina, que es más fea todavía, y no querías que se ponga celosa - dijo Mario haciendo “montoncito” con los dedos.

Jajaja!! No parábamos de reír cuándo llegó Rafael y dijo: - Che Mario, la vi a tu mujer comprando en la verdulería.

Mario, que venía recibiendo palos muy seguido, le dijo: – ¡No, eh! ¡Esta vez, no!

Rafael dijo que era una joda y se sentó en una silla cualquiera.

Yo lo miré fijo y le pregunté:- ¿Che Rafa, vos no le diste a la gorda Carolina? Federico superponiéndose dijo. – ¿O le habrás dado a la gorda Karina a mis espaldas?

Rafael contestó con una pregunta: - ¿Pero son pelotudos ustedes? Yo no le di a ninguna de esas nunca jamás, si siempre me quedaba dormido cuando ustedes arrancaban con ellas. ¿No se acuerdan?

Así se justificaba Rafael. No le llegamos a contestar y se asomó por la puerta vaivén la mujer de Rafael y le hizo con una seña con la mano como para que se apure, en la otra mano llevaba al hijo, Juan Pedro, recién nacido.

Rafael dijo: – Bueno muchachos, la bruja me llama - y se dio media vuelta, como si sonara el Himno Nacional, y se fue.

A coro le dijimos: – ¿Ni un café te quedás a tomar?

Pero Rafael ya se había ido.

¡Uy! ¿Tuve un Deja vu o siempre Rafael hace lo mismo? – pregunté en ese instante.

- La cuestión es que, dicen que no, pero al final todos le dieron a Kary y a Caro- dijo Matías que había sido el más comprometido en la charla.

- No. Yo no le di a ninguna de las dos, -dijo el mozo Luís metiéndose como siempre en nuestra conversación.

- ¿Pero a vos quién mierda te preguntó?- le dijo Mario enojadísimo.

- Bueno, yo decía nomás, como dicen que le dio todo el mundo…

Y es quince pesos todo -dijo el mozo Luís con el ticket en la mano para redondear la frase.

- ¿Pero a vos quién mierda te preguntó? -le dijo Mario enojadísimo otra vez y siguió – si recién llegamos, ¿ya nos querés echar?

- Bueno Mario, no te enojes, pero ya cambio de turno y tengo que dejar la caja cerrada para mi reemplazo -dijo el mozo Luís, mintiendo porque todos sabíamos que todavía no se iba.

Federico con el ceño fruncido y agachando la cabeza hasta el centro de la mesa a modo de “cono del silencio” dijo: – este es un forro terrible, encima que lo invitamos a jugar al fútbol, nos quiere cobrar al toque y es un rompe pelotas porque interrumpe todas nuestras charlas.

Matías dijo: – Además es horrible, yo no lo invitaría más.

- ¡Si! – dijo Mario - el otro día se perdió un gol con el arco libre faltando dos minutos para terminar, - siguió comentando Mario.

Matías levantó la mano para que lo viera el mozo Luís y llamarlo. Cuando se acercó le dijo: – Luís, sos un pelotudo y no te queremos ver la cara nunca más. Tampoco te vamos a invitar a jugar al fútbol nunca más porque sos horrible. Te erraste un gol solo contra el arquero.

-Okay- dijo el mozo Luís dando media vuelta y yéndose para la barra.

Luego de unos pasos dijo en voz alta: – ¡Ustedes no entienden nada, el gol no lo hice porque no tenía sabor a nada con el arquero en el piso! ¡Hubiera sido como darle a la gorda Carolina!

Rubia, intensamente rubia.

Vino hasta mí volando por sobre las demás, como en una alfombra mágica. Rubia, intensamente rubia.
Era una noche de verano sofocante. Pude ver y tocar en su piel una leve transpiración, como de haber caminado apresurada. Se acercó hasta mi y con una frialdad pasmosa trató de hablarme al oído. Yo no la dejé acariciándole el cuello. Quedamos mirándonos suavemente. ella volvió a intentar hablarme entre borbotones de alegría. Yo prendí un cigarrillo preparándome para sus preguntas inquisidoras. No llegó a hablar mientras una gota de sudor corría por su espalda justo hasta donde dobla la cintura. No había nada que decir y mi cigarro ya se apagaba. Tome valor y la bese en silencio. Fue un beso dulce aunque ella pensaba cosas amargas. Volví a besarla y con mi mano, en un hábil movimiento, le quite su collar. Se sorprendió, pero no quiso que me detenga. Despacio le quité su vestidito celeste dándole más y más besos. En esa noche de verano sofocante su piel morena tomaba mas temperatura y me hacia pensar.
Luego, bruscamente, me dijo con un gesto que se iba. Me apresure a besarla unas cuantas veces más antes del fin.
Era una noche de calor sofocante y me quede solo con un nuevo cigarrillo.
Intempestivamente me levante de la silla al grito de "¡Mozo, otra cerveza por favor!"


DE AMOR
DE COLECTIVOS
DE TANGO
DE FUTBOL
DE OTRAS YERBAS

This entry was posted at 20:53 . You can follow any responses to this entry through the .

0 comentarios